Ya he colgado relatos otras veces, la mayoría de ellos son "parte" de un juego que hacemos en un foro de cine. Se trata de elegir un tema y escribir un relato relacionado con el mismo.
Esta vez el elegido era el agua.
Mi madre se pasó todo el verano regañándome, diciéndome que debería ser valiente y aprender a nadar… pero es superior a mis fuerzas. El pánico a ahogarme tiene más poder que la vergüenza de llevar esos manguitos de un azul estridente.
A ella no le gustan. Quiere que me los quite (¡me da tanto miedo!).
Estuvimos en la casita de la playa, me encanta, es un lugar tan tranquilo. Pasábamos prácticamente el día entero allí, salvo para comer o cenar.
Recuerdo cómo los niños me miraban de reojo cuando me sentaba en la orilla a chapotear felizmente con los pies, tranquilo, donde no cubría. Lo notaba en sus miradas. Pensaban que era un cobarde… Entonces reunía valor, me levantaba y caminaba torpemente mar adentro; pero que el agua no me llegase a la cintura. No fuera a ser que una ola me cogiese desprevenido y, en fin, mejor no pensarlo. Y ahí me entraba el pánico. Miraba hacia atrás y veía a mi madre mirándome expectante, gritando que me quitase los manguitos, que no pasaba nada. Me agachaba haciéndome el remolón… y me ponía rojo como un tomate, pues todo el mundo me miraba con esa media sonrisilla en la cara… Ocurría así cada día.
Hasta que una de las veces, vino una ola por detrás y me cubrió entero, ¡hasta la cabeza!. Fue horrible, se me metió agua hasta por las orejas y la sal me picaba en la garganta. Desconozco el tiempo que estuve dentro del agua, rodando bajo la ola, sólo puedo decir que se convirtió en uno de los peores momentos – y más largos - de mi vida. Bueno vale, fueron tan sólo segundos, pero a mí se me hizo eterno.
Me negué a volver a entrar al mar solo, más que a cuatro o cinco metros de la orilla. Mi madre se enfadó. Me dolía verla enfadada y que no pudiese entenderme. Decía que ya era mayorcito para quitarme los manguitos, que no me iba a hundir o ahogar porque flotaba (sí, claro…).
Al finalizar las vacaciones, mi madre buscó algunas escuelas de natación. Encontró una que era bastante asequible que estaba cerca de casa; eran dos clases a la semana, en horario nocturno para que no faltase a mis obligaciones. Me lo comentó un día mientras comíamos. Por poco me atraganto. Pero por otra parte, entendí que debía intentarlo, que ya iba siendo mayor para dejarme de mieditos y tonterías y la dije que me parecía bien.
Empezaba al día siguiente. Esa noche casi me hice pis en la cama.
Durante todo el día, no hice más que pensar en ello. Incluso mis compañeros me encontraban nervioso, como ausente…
Por una parte estaba deseando que llegasen las ocho (la hora de entrada al curso), pero por otra me moría de miedo. ¿Haría pie en la piscina? ¿Estaría solo? Por favor, que no estuviese solo, que hubiese más gente. ¿Sabían ya nadar los demás? ¿Se reirían de mí como en la playa?
Esperaba no tragar demasiada agua.
Era una piscina cubierta, daba a la calle y los padres podían observar desde fuera, viéndonos tras los cristales. Mi madre me acompañó el primer día, pero me dijo que los demás tenía que ir solo porque ella debía hacer cosas en casa. Además yo ya era mayor. Asentí con cara de circunstancia. Tenía razón.
El profesor no me dejaba ponerme los manguitos, ¡del tirón, nada más entrar, fuera manguitos! Me temblaban las piernas. Me dijo que estuviese tranquilo, que en la piscina no cubría demasiado y nadaría con más compañeros mientras él nos observaba desde fuera, caminando a lo largo del bordillo.
Costó Dios y ayuda meterme en el agua.
La temperatura era agradable. ¡Y tocaba el suelo con los pies! ¡Sí! Aunque casi me llegaba al pecho, pero bueno, era una piscina cerrada, sin sal, sin olas… llena de niños y chavales jóvenes. Plagada de adolescencia, vaya. No creía que a esas horas fuese a haber tanta gente. Y todos sabían nadar.
Como era mi primer día, tuve una calle sólo para mí, pues el profesor quería ver mi nivel (aunque mi madre le insistió que mi nivel era nulo). Tras quince minutos en los que fui incapaz de sostenerme flotando, el hombre seguro que la daba mentalmente la razón. Se agachó para hablar conmigo y me dijo que teníamos mucho trabajo que hacer, que tuviese paciencia.
Los compañeros me miraban y se rieron cuando el profesor se metió al agua conmigo porque era incapaz de dar dos brazadas. Casi lloro. Pero no debía, era mayor, bla bla bla… no hacía más que oír en mi cabeza a mi mamá diciéndomelo.
La hora se me hizo eterna, fue horrible, tragué agua por litros y no hacía más que repetir que me quería salir de la piscina. No me dejaron. Veía a mi madre enfadada tras el cristal, la mirada dura hacia mí, obligándome a quedarme y recordándome que en dos días volvería a este infierno.
Esa noche me costó muchísimo dormir. Mi madre estuvo hablando con mi padre, que reía sentado en el salón mientras ella relataba la historieta de mi primer día de piscina. Por lo visto el profesor la dijo que era lo más ridículo que había visto en meses (ella le contó el episodio de la playa), que teníamos mucho trabajo por delante, pero que acabaría nadando perfectamente antes del verano que viene, con total seguridad. Yo discrepaba bastante. Mi madre creo que también.
El caso es que me encuentro en la cama, pensando que mañana tengo que volver a ese infierno de cloro tras el trabajo. Más me vale quitarme el miedo a nadar, aunque sea por orgullo (o por no aguantar a mi madre).
Que ya casi tengo treinta años joder…